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Víctor Klemperer vivió para contarla. Judío alemán (aunque de religión protestante) y catedrático universitario de filología, permaneció en Alemania durante la Segunda Guerra Mundial y padeció los rigores del nazismo. La circunstancia de estar casado con una mujer aria no impidió que sufriera todas las vejaciones a las cuales fueron progresivamente sometidos los judíos. Sobrevivió al salvaje bombardeo aliado de Dresde de febrero de 1945, hecho que providencialmente le permitió ocultarse hasta la caída del régimen unos meses después, evitando así su deportación a un campo de exterminio.
Es interesante anotar que Klemperer fue además de intelectual un apasionado bibliófilo, y como tal, propietario del único ejemplar hasta entonces conocido de la Bula de Borja, incunable español de 1473, el cual seguramente fue destruido durante el citado bombardeo, y del que afortunadamente se descubriera un ejemplar en el Archivo de la Catedral de Segovia en 2007 junto con ejemplares de otra edición de la misma de cuya existencia no se tenía conocimiento previo.
En sus diarios y en su obra Lingua Tertii Imperii (publicada en español como LTI: apuntes de un filólogo. Barcelona, Edit. Minúscula, 2004. 410 p.) Klemperer relata los momentos más duros que le tocó vivir antes y durante la guerra, destacando en interés de este Blog las prohibiciones por su condición de judío referentes al acceso a las bibliotecas públicas, y a la posesión y lectura de libros, diarios y revistas, al igual que la mención del decomiso de su biblioteca particular. No obstante todo ello, Klemperer hizo gala de una tenacidad que no pocas veces lo puso al borde de la muerte para proseguir con cierta actividad investigadora y agenciarse algunos materiales de lectura.
Teniendo proyectado realizar un estudio tentativamente titulado como Historia de la literatura francesa del siglo XVIII, Klemperer consideraba a la biblioteca que funcionaba al interior del denominado Palacio Japonés de Dresde como el lugar ideal para concretar sus investigaciones:
… ninguna biblioteca alemana y quizá ni siquiera la propia Biblioteca Nacional de París podrían suministrarme mejor material.
Pero luego me golpeó la prohibición de utilizar la biblioteca, con lo cual me quitaban la posibilidad de trabajar en la obra de mi vida. A continuación vino la expulsión de mi casa (p. 26)
El portador de la estrella judía tenía prohibido comprar o pedir prestado cualquier tipo de libro, diario o periódico.
Lo que uno guardaba en casa, clandestinamente, suponía un peligro y era escondido bajo armarios y alfombras, encima de estufas y alzapaños, o conservado como material de combustión entre el carbón. (p. 27)
Todo material debía conseguirse de forma subrepticia y ser aprovechado a escondidas; ¡Y cuántas cosas no pude conseguir en absoluto! Cuando trataba de penetrar en las raíces de un problema, cuando, para ser breve, necesitaba material de trabajo científico o especializado, las bibliotecas de préstamo me dejaban en la estacada, y tenía prohibido el acceso a las bibliotecas públicas. (p.28)
Al haber sido expulsado de su casa, Klemperer y su esposa son obligados a alojarse en lo que se conocían como “casas de judíos”, edificaciones donde se hacinaban algunas familias judías hasta su traslado a otras similares, o hasta su deportación a un campo de concentración.
Los libros son una posesión valiosa en la “casa de judíos”… Nos quitaron la mayoría, nos prohibieron comprar otros nuevos y utilizar las bibliotecas públicas. Cuando la esposa aria recurre a una biblioteca de préstamo y utiliza su nombre para sacar algún libro, y la Gestapo encuentra uno de esos volúmenes en nuestra casa, en el mejor de los casos propina una paliza… En más de una ocasión esta solución tan favorable me salvó por los pelos de un destino peor. Lo único que uno posee y puede poseer son los libros judíos. El concepto no está muy definido, y la Gestapo ya no envía a expertos desde que todas las bibliotecas privadas de cierto valor se encuentran “a buen recaudo” (LTI, pues los encargados del partido no hurtan ni roban).
Por otra parte, tampoco tenemos particular apego a los escasos libros que nos quedan; pues más de un ejemplar ha sido “heredado” es decir, en nuestro lenguaje especial, se ha quedado sin dueño cuando su propietario desapareció de golpe con destino a Theresienstadt o a Auschwitz. Con lo cual el libro señala con cierto énfasis al nuevo propietario lo que puede ocurrirle también a él cualquier día y sobre todo cualquier noche. Así pues, todos prestan los libros a todos sin mayores problemas… Realmente, nadie debe predicarnos nada sobre la transitoriedad de los bienes terrenales. (p. 209)
Durante un tiempo Klemperer pudo frecuentar la biblioteca particular de una intelectual judía cuya colección de clásicos no había sido requisada y que ella conservaba en su domicilio, acondicionado como “casa de judíos”:
¿Cómo pudo salvar ese tesoro ante la Gestapo que no cesaba de hurgar? ¡De una manera muy sencilla y cargada de moral! Mediante una concienzuda sinceridad. Cuando el editor de un volumen se llamaba Richard M. Meyer, Elsa Glauber desvelaba el secreto de la “M” y ponía el nombre de Moisés en lugar de la abreviación; o llamaba la atención sobre el origen judío del germanista Pniower o demostraba a los sabuesos que el verdadero nombre del célebre Gundolf era, de hecho, el apellido judío Guldenfinger. Había entre los germanistas tantos que no eran arios que, bajo el paraguas de estos editores, las obras de Goethe y Schiller y de muchos otros se transformaron en “libros judíos”.
La biblioteca de Elsa mantuvo, además, todo su orden y su extensión porque la espaciosa villa del presidente había sido declarada “casa de judíos”; aunque la familia se vio obligada a limitarse a unas cuantas habitaciones, pudo seguir viviendo entre sus cuatro paredes. De este modo, pude consultar con frecuencia los clásicos judíos y, por otra parte, era un consuelo conversar seriamente con Elsa sobre temas filológicos. (p. 276).
Esta suerte de oasis intelectual terminó cuando la propietaria y su familia fueron deportadas a un campo de concentración:
Pobre Elsa Glauber… Ni de ella ni de toda su familia se supo nada más. “Trasladados de Theresienstadt”, es lo último que se oyó de ella y de los suyos (p. 278).
Ya hacia el final de la guerra, las carencias materiales se hacían patentes también en las bibliotecas:
Unas semanas después de la lectura de Schnitzler conseguí por fin De la corte imperial a la cancillería del Reich de Goebbels. (La falta de libros era en 1944 grande incluso entre los arios; mal abastecidas y demasiado concurridas, las bibliotecas de préstamo sólo admitían nuevos clientes si se insistía mucho y se contaba con recomendaciones especiales –mi mujer estaba “apuntada” en tres lugares y siempre llevaba en el bolso la hojita con mis deseos). (p. 213).